"¿Cómo definir la vida cotidiana? Nos rodea y nos cerca; en el mismo tiempo y el mismo espacio, está en nosotros y nosotros en ella y estamos fuera de ella, tratando sin cesar de proscribirla para lanzarnos en la ficción y lo imaginario, nunca seguros de salirnos de ella, aun en el delirio del sujeto. Todos la conocemos (y sólo a ella conocemos) y cada uno de nosotros la ignora. La historia de las ideas nos muestra que hombres y pueblos, épocas y civilizaciones, no alcanzan sino en última instancia lo que eran en sus inicios. Para expresar claramente lo que son, necesitan verlo fuera de ellos, comparándolo a otras formas de vida. Algunos llegan hasta a pretender que una cultura no se define y no se hace consciente hasta que se agota, de tal suerte que la consciencia, esta claridad, llevarla también el signo negro del destino. Sin llegar hasta este punto, ¿no tiene esto algo de verdadero en lo que concierne a nuestra vida cotidiana? Si llegamos a tomar consciencia de la cotidianidad ¿no es acaso porque la aventura humana la desborda ya? Si hoy concebimos el mundo humano, la tierra de los hombres, y la práctica cotidiana, ¿no será porque el hombre y las técnicas y las posibilidades sobrepasan ya lo que somos sin que sepamos a dónde se dirigen?
¿Qué es, pues, la cotidianidad? No avanzaremos mucho ni nos comprometeremos demasiado diciendo que es la mejor y la peor de las cosas, como la lengua y el lenguaje según Esopo. La mejor: en la vida cotidiana entramos en contacto con el mundo humano ya realizado, con innumerables objetos producidos en lugares lejanos o escondidos (talleres, fábricas) y que se convierten en bienes; el conjunto de estos bienes se ofrece a las ambiciones y estimula los deseos; algunos de entre ellos se nos escapan y son inaccesibles. La ciencia de la realidad social no puede confundir este campo de experiencias con la producción y la distribución, aspectos de la economía política. Un especialista en publicidad conoce mejor las relaciones entre .bienes. y deseos que el economista o el estadístico. Ni la sociología, que se ocupa de los grupos, ni el psicólogo, que se interesa por los individuos, ni siquiera el psicólogo social, que se preocupa de opiniones y actitudes, consiguen captar en toda su extensión este vasto campo, que puede ser definido, sin embargo, por una sola palabra: apropiación (por los seres humanos, de la vida en general, de su propia vida en particular).
En la vida cotidiana, sector privilegiado de la práctica, las necesidades se convierten en deseos, éstos toman forma en ella, y en ella pasan de biológicos (es decir animales y vitales) a humanos. Esta metamorfosis se opera a través de duras pruebas; el autocontrol y la posposición, a veces ilimitada, de las más legítimas satisfacciones, las de la elección y las opciones inevitables entre los objetos posibles del deseo. La necesidad pasa a través de los filtros del lenguaje, de las prohibiciones y las permisiones exteriores, de las inhibiciones y las excitaciones, del esfuerzo y el logro. Las necesidades están presentes en el lote general de los humanos: necesidad sexual, necesidad alimenticia, necesidad de hábitat y vestido, necesidad de juego y actividad, etc. Los deseos se individualizan, en función del grupo propio. La socialización y humanización de la necesidad van parejas con la individualización del deseo, pero no sin conflictos, no sin daños, a veces irreparables. Cada hombre y cada mujer semejan un árbol, con ramas torcidas, muertas, desgajadas, y otras ramas obstinadamente llenas de savia.
Riqueza de la cotidianidad: en ella se esbozan las más auténticas creaciones, los estilos y formas de vida que enlazan los gestos y palabras corrientes con la cultura. En ella se opera la renovación incesante de los hombres: el nacimiento y formación de los hijos, el empuje de las generaciones. Un arte, una imagen, un mito que no entren en la cotidianidad (en lo vivido) permanecen abstractos o mueren. A la inversa, los más profundos deseos y las aspiraciones más válidas se arraigan y permanecen en ella. [...]
Por ir más lejos, indiquemos rápidamente los determinantes científicos de la cotidianidad.
Signos y señales pueblan el espacio y el tiempo. Las señales son simples, precisas. reducidas al mínimo (verde, rojo, trazo continuo, trazo discontinuo, etc.), con frecuencia a sistemas binarios. Las señales dirigen y condicionan los comportamientos. Los signos son más vagos y complejos; constituyen sistemas abiertos. Una palabra es un signo, pero también lo es una puerta, una ventana, una corbata, un vestido, un sombrero, un gesto como estrechar la mano de alguien diciéndole "Buenos días". La puerta significa una entrada, un pasillo prohibido a algunos y abierto para otros, los habitantes de la casa y sus relaciones.
Mi apartamento está poblado de objetos funcionales que al mismo tiempo son signos, colocados en cierto orden que estudia la "logística" de la cotidianidad. Las fuentes y cacerolas en la cocina significan mis gustos alimenticios. La calle está también repleta de signos: el vestido de esta mujer significa que va de paseo y el de esta otra que va a su trabajo. En la vida cotidiana sabemos (mejor o peor) traducir al lenguaje corriente estos sistemas complejos de signos. Si no sabemos traducirlos, si ignoramos algo, nos considerarán raros, o forasteros, o fuera de la Historia.
Pero esto no es todo. Consideremos ahora los monumentos (Notre-Dame, el Arco de Triunfo, el Louvre...), o simplemente una cara conocida o desconocida. No podemos compararlos ni a un sistema de señales como el que regula la circulación, ni incluso a los sistemas de signos, enigmáticos pero rigurosos, de los que se sirven los matemáticos. No dicen todo lo que tienen que decimos; lo dicen con lentitud y no terminan nunca. Por esta razón los compararemos a símbolos, ricos de un sentido inagotable. Los juzgaremos expresivos además de significativos. De esta forma, Notre Dame simboliza la continuidad de París y la grandeza de una época pasada y la fe de sus constructores; resume a un tiempo una concepción del mundo y algunos siglos de Historia. Rostros, monumentos, símbolos que introducen profundidad en la vida cotidiana: presencia del pasado, actos y dramas individuales o colectivos, posibilidades mal determinadas y por tanto más comprensivas de belleza y grandeza. En el espectáculo de lo cotidiano y en la participación de los individuos en la vida son nudos, centros, puntos de penetración a algo más profundo que la trivialidad reiterativa, de la que sin embargo, no se separa ni un ápice. París es: calles, personas, signos, señales innumerables, y también símbolos sin los que la presencia de la ciudad, de su pueblo y de su historia se echaría de menos. La
trivialidad de las señales, de los signos conocidos y repetidos, reinaría sin los símbolos sobre el espacio y el tiempo privados de lo desconocido y de sentido. Se puede decir otro tanto de Marsella o de Lila; de un pueblo o de un paisaje."
Lefebvre, Henri (1978 [1971]) De lo rural a lo urbano. Barcelona: Ediciones Península. pp 86-90.
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